Mil años antes.
El rey Khanerius, llamado por su pueblo como "el brillante", estaba desesperado. Miró por la enorme ventana de sus aposentos hacia el mar, sabiendo que aunque ahora lucia tranquilo y hermoso en su extraño color índigo, pronto las cosas cambiarían y se desataría el caos con la llegada de una formidable fuerza enemiga.
El prospero reino de Alabasto con su origen tan lejano que parecía haber nacido junto con el tiempo, siempre había sido un lugar de paz y armonía, admirado por sus vecinos y siempre respetado por los poderes del mundo. Hasta hacia unos meses.
La declaración de guerra había sido un pergamino que había llegado a manos el rey; la hoja firmada con tinta negra que manchaba de sangre la almohada del monarca, sangre que al fin y al cabo, tenía su nacimiento en la cabeza decapitada del campeón del reino.
Los mejores exploradores no podían volver lo suficientemente rápido para alertar a su señor de las desalentadoras noticias. Una flota de cientos, decían, de barcos tan grandes como ciudades, de guerreros tan enormes y barbaros que parecen dioses paganos. Navegan rodeados de niebla y ellos... ellos son la maldad pura.
El rey resopló con fuerza con la cabeza apoyada en los fríos vidrios. La maldad pura llegaría a su reino dentro de dos semanas y no importaba que tan grande y fuerte fuera el ejercito alaciense, nunca seria suficiente.
Dejó que su vista paseara hasta la enorme cama vacía, extrañando a su amada esposa Amarine, la joven llena de vida que había muerto al dar a luz. El dolor atenazó su pecho, pues aunque su hija era la luz de sus ojos, su corazón estaba marchito. Aun podía sentir a su esposa, abrazándole cálidamente y riéndose de él. Khan, querido, si no encuentras una solución, rézale a los dioses, su mirada brillaba como el mar bajo el sol, te ayudaran porque se apenaran de tu inquietud y notaran que tu amor por este reino trasciende fronteras.
Había rezado aquella noche hacia veinte años y había jurado no volver a hacerlo, pero sin embargo con el peso de la capa en sus hombros le ordenó a un sirviente que preparan su caballo y se negó a que alguien lo acompañara.
Recorrió el camino con el ruido de los cascos del caballo sobre la grava y el susurro de las ramas que anunciaban la llegada del otoño. Cabalgó por los sinuosos caminos olvidados hasta que encontró los viejos templos.
Formados por oro y cristales de tantos colores como el arcoíris, hacía mucho tiempo habían brillado como piedras preciosas, verdaderas obras de arte colocadas allí por algún ser divino. Ahora yacían oscuros y corroídos, tristes edificaciones de gloriosos días pasados, cubiertas por la suciedad de los años y enredaderas gigantes.
Ató el caballo y subió mecánicamente por los escalones de mármol blanco veteado de oro, sintiendo como la capa se arremolinaba a sus pies.
Cerró los ojos y, aunque era conocido como el brillante o el valiente, en ese momento necesitó el coraje de mil hombres para traspasar el umbral. Su fuerza estaba completamente extinta y el peso de los años tratando de borrar aquel lugar de sus recuerdos le estaba quitando la respiración.
Lentamente soltó el aire y abrió los ojos.
Aun con la apariencia de abandono y decrepitud del exterior, el interior del templo estaba perfectamente brillante, como si el tiempo corriera de una manera distinta dentro de aquel lugar. Ni adelante ni hacia atrás, no arriba ni abajo.
Por un momento no supo qué hacer, hasta que se encontró caminando hacia el altar. De rodillas, puso sus manos en los escalones superiores y bajó la cabeza, rezando. Rezando aunque en su mente la posible guerra, los problemas del reino, las maquinaciones para que tome otra esposa y por último el rostro de su adorada hija.
―Es una hermosa dama
La profunda voz parecía venir desde dentro de su cabeza, pero también desde afuera. Con rapidez desenfundó su espada y se giró, para quedar enfrente de quien quiera que sea. Para dar crédito al otro hombre ni siquiera se sobresaltó o se movió en donde estaba apoyado, aunque tampoco podía verle con claridad a causa de las sombras que parecían envolverle.
―Tan típico de los hombres. Nunca se preguntan cómo sé lo que están pesando, solo en cuán rápido pueden desenfundar su espada.
―¿Quién eres, para interrumpir al...
―Esa parte me la sé de memoria y...―mientras hablaba se iba acercando a la luz de las velas, rebelándose―...no tenemos tiempo para eso, su alteza.
― ¿Disculpa?―No era más que un crio de veinte y pocos años, sin embargo se movía con lentitud y en silencio. Le hacía recordar a un...
―Gran felino― Dijo el niño-hombre― y solo para que quede claro, soy más viejo de lo que aparento.
― ¿Quién eres?― Khanerius sentía como el aire que lo rodeaba cambiaba― ¿Cómo?...
―Puedo ayudarle, su alteza... pero necesito algo a cambio.
―No sé de qué me habla, joven. Pero le advierto que...
―Rezaba por ayuda de los dioses rey, y ahora yo estoy aquí para responder a su pedido.
Khanerius apretó los dientes con fuerza. Este crio no podía ser...
―Pero si lo soy.
Estaba arto.
―¡Eres un prestidigitador de mala muerte, y tus trucos baratos no harán que...
No pudo terminar su arranque de ira porque de repente se encontraba colgando en el aire con una mano rodeándole la garganta y dejándole sin aire.
El niño lo había levantado del suelo y no mostraba ningún signo de agotamiento ni de estar realizando una fuerza excesiva, aunque el rey debía de pesar el doble que él. Entonces no había nada que lo sostuviera, porque aunque él seguía en el aire el chico recorría perezosamente el lugar, moviéndose con gracia por entre las estatuas de los grandes dioses.
―Ahora podremos hablar. Ambos sabemos que una enorme flota de surevites viene desde el oriente hacia las costas de Alabasto. Ambos sabemos que las tropas no están en condiciones de defender el amplio territorio, ni mucho menos de ganar la batalla―el muchacho lo miraba, y ahora podía distinguir el color de sus ojos que refulgían como zafiros― Ambos sabemos que comandará a su ejército a la derrota y conducirá al reino antiguo a su destrucción. Ahora solo hay una cosa que para es imposible de saber. Usted, ¿Qué sería capaz de ofrecer para salvar a su reino?
Lentamente el rey sintió como era bajado al suelo, aunque se quedo callado por lo que pareció una eternidad. Miró al niño y simplemente asintió.
―Para salvar a mi reino daría cualquier cosa.
― ¿Darías la más preciada de tu posesiones? ¿La joya más brillante? ¿La rosa más delicada?― El muchacho quedó en frente suyo―. ¿Darías tu libertad?
―Cualquier cosa, si eso aseguraría la prosperidad de mi tierra.
El muchacho sonrió y a continuación dejó al rey sin palabras.
―Te ofrezco un trato, leal rey de Alabasto―. De repente el muchacho parecía tener una luz interior―. Me desharé de la amenaza del reino Suerviet, si tu a cambio me concedes dos posesiones tuyas―. Antes de que pudiera decir algo el muchacho le interrumpió― La primera, será tu libertad. Te casaras dentro de dos lunas llenas, con una dama con el pelo color del fuego. Y la segunda―. El muchacho miró fijamente al rey― me concederás la mano de tu hija en matrimonio.
―NO.
El muchacho simplemente sonrió.
―Lo que haremos será lo siguiente. Me concederás la mano de tu hija, y ella vendrá conmigo, sin embargo si es infeliz al cabo de veinte días, ella será libre de volver.
―No.
―No lo niegues aun. Tienes dos semanas para pensarlo. Cuando veas los barcos en el horizonte al amanecer, vendrás aquí y me darás tu respuesta.
Antes de que el rey pudiera decir cualquier cosa. El muchacho había desaparecido dejando el sonido de una tormenta detrás de si.
Y las dos semanas pasaron.
El rey veía con cada día que pasaba como su pueblo iba perdiendo la paz. Recibía noticias cada día de madres que mataban a sus hijos y luego se colgaban. Solo quedaba una semana cuando sus aliados se negaron a pelear junto a él. Todo se iba cayendo y el no soportaba ver como su gente sufría.
Y cada noche, el veía a su hija dormir. Hermosa y serena, aunque ella temía por su padre y por su pueblo. La última noche antes que se cumplieran las dos semanas, le conto a su hija aquella extraña visión.
―¡Padre!― Sus hermosos ojos azules estaban empañados― Padre, debes ir.
―Pero debe ser un engaño.― Dijo él, aunque en el fondo sabia que no.
―Aunque lo sea. Es la única esperanza que nos queda―. Su hija le miró― Debemos aferrarnos padre, y hacer un sacrificio por el pueblo.
― ¡No quiero sacrificar a mi hija!― La voz del rey retumbó en el salón. ―Ser rey nunca encajó con lo que quieres hacer padre. Es algo que tienes que.
―Yo... Yo... ―De repente sintió los suaves brazos de su hija alrededor.
―Si resulta una mentira, no cambiará el destino que tenemos delante de nosotros... ―Su voz era temblorosa― Pero si no lo es padre, por amor a los dioses, intententalo. Por nuestra tierra, por nuestro pueblo, por mi. Porque aunque nuestras tropas puedan vencerles, no quedara nada de nuestro reino por lo que pelear una vez terminada la guerra.
―Hija...
―Dos vidas, no valen las de un millón. Yo... nunca te perdonaría padre, si no accedes a este trato.
El silencio reino, aunque él sabía que se había quedado sin tiempo.
―Volverás. Si esto llega a ser cierto, quiero que pasados los veinte días vuelvas.
Su hija asintió.
Antes de que el sol rayara el horizonte, el cabalgó de nuevo hacia los templos, con las siluetas oscuras de mil barcos a sus espaldas.
Con apuro, llegó al templo cuando el sol comenzaba a iluminar la tierra. Se colocó de rodillas en el altar y rezó. No se sobresaltó esta vez.
―Has vuelto a mí, rey Khanerius.
―Lo he hecho. He vuelto con mi respuesta.
El muchacho de nuevo estaba apoyado en una estatua, y solo escuchaba.
―Acepto la propuesta.
El silencio. Luego la voz del niño sonó poderosa en sus oídos.
―Volverás y miraras el horizonte. Cuando tus ojos se posen en los barcos enemigos, estos desaparecerán, como si el mar se los hubiese tragado. Nunca habrá nadie que ose desafiar al reino de Alabasto. Nunca ningún otro reino romperá la prosperidad de tu reino, ni de los reinos que se mantengan en esta tierra.
<<Te casarás con una mujer de cabellos rojos como el fuego dentro de dos lunas y tu descendencia seguirá reinará estas tierras. Te despedirás de tu hija y al crepúsculo del día de hoy, tú y dos de sicarios la acompañareis aquí. Ella se irá conmigo como mi prometida y si al cabo de veinte días no es feliz, volverá. Sin embargo la promesa de que tu casa deba entregarme una esposa perdurará. Si Tu hija vuelve, cada doscientos años un rey de tu de tu familia me entregará una prometida, en los mismos términos en los que tú me entregaste a tu hija, hasta que una de ellas decida quedarse conmigo.>>
―Lo harán.
Los ojos del muchacho refulgieron y un trueno sonó a lo lejos.
―Que tu sangre no se atreva a retarme, porque la amenaza en el fondo del mar volverá multiplicada por mil.
El muchacho se adelanto y tomó la mano del rey tan rápido, que este apenas se percató. Realizo un corte de lado a lado de la palma antes de que el monarca pudiera recuperar la mano que no tardó en sangrar.
Realizando el mismo ritual, el muchacho se cortó la palma le ofreció la herida sangrante al rey.
―Sellaremos el trato con sangre ―. Y sin más preámbulos juntaron las heridas. Sintiendo la palma arder, el rey separó su mano de la del chico, solo ara observar como esta cicatrizaba ante su ojos.
―Nos volveremos a ver al crepúsculo.
Entonces el templo estaba vacío, y aun alli se podía oír el rugir de los tambores de batalla.
Y el rey Khal no podía sacarse la sensación de que había condenado a su propia sangre.