sábado, 30 de mayo de 2015

Los regentes (Relatos del fin del mundo) #3: Aceptación


Le rezó a Dios en ese momento, a cualquier dios realmente. Rezó a algún ser supremo por ayuda, olvidándose de que  algunos aun les ponían nombres para diferenciarlos, él mismo incluido dentro de ese montón renegado que aun creía que no estaban solos. ¿Alá o Jesús? ¿Qué importaba en esos momentos? Mientras aferraba con fuerza la lata de duraznos conservados pensó que sería capaz de pedirle ayuda a la marca de la etiqueta, si la lata tuviera una.

Muy a lo lejos, escuchó el sonido de “ellos”. ¡Solo quería esperanzas, por amor al cielo! Para él, para su familia, para cualquiera en su situación.  Daba lo mismo ya, morir afuera en “sus” manos o dentro del refugio por hambre, viendo caer a cada uno de los suyos por el mismo mal.
Corrió con desesperación, sacando las energías que no le quedaban de su piel pegada a los huesos. Podía resignarse ahora mismo, dejar que simplemente le mataran para no tener que soportar ver a sus hijos morir.

Pero no. Era casi impensable. 

Muchos no se animaban a salir. Aunque la piel aceitunada ya estaba curtida por el sol y el desierto, sufrir alucinaciones por el calor y el miedo era tan común como respirar, pero necesitaban alimentarse. Ya casi parecían animales carroñeros y asustadizos.

Sin embargo él sabía que le seguían aquellos seres humanos mitad maquinas, con sus incrustaciones de laceres y metralletas.   ¿Hasta dónde los habían dejado llegar?  ¿Cómo, cientos de miles de mentes, habían dejado un puñado los lleve a esto?

Llegó a las ruinas. Se tiró al piso y se arrastró por el polvo para poder entrar por el minúsculo hueco entre el piso y el sótano. Se aferró aun más a la comida mientras pasaba por el laberinto de tierra y porquerías, hasta volver a subir a la superficie del desierto. Y llegó a su refugio de cuatro paredes que apenas se sostenían y dejaban pasar la luz por los agujeros de pasadas balas.
Recordar todo era una bendición y una maldición a la vez, porque las comparaciones entre los bellos rostros regordetes de sus hijos llenos de ilusión por un juguete nuevo y la esperanza salvaje de sus ojos demacrados ahora cuando volvía con comida, eran insoportables. Abrió la lata con rudeza, obligándose a creer que los ruidos que escuchaba a las afueras no eran más que solo alucinaciones producidas por el sol árabe.  Ilusiones ópticas y sonoras de la muerte. 

Se mentía a sí mismo, y a sus hijos.  Repartió los duraznos agrios entre los tres y los comieron con desesperación, casi ahogándose.

 Y repentinamente abrazó a aquellas personitas pequeñas y extremadamente delgadas, presintiéndolo todo.  Ellos también le abrazaron con fuerza sollozando con miedo. Habló a través de la mano que parecía oprimirle la garganta y el corazón:

―SHH… No pasa nada―Sombras rodeaban la “casa”.― No pasa nada.

Los apretó más contra si, como queriendo ocultarles bajo su piel.

―Ya está, Ya pasará todo. Ya verán que rápido pasará y todo volverá a estar bien.

Sintió las armas cargándose y repentinamente una paz inquiétate lo envolvió.

Habia luchado. Habían luchado y derrotado a todos en cierta manera, aunque ahora estuvieran sintiendo los abismos de la muerte frente a ellos. 

No era apatía. No. Era aceptación.

Besó con adoración las cabecitas de sus hijos. Y lloró.

 ―Iremos con mami.

A lo lejos se comenzaron a oír disparos, pero no le importaba.  Incluso sentía como las balas rozaban sus ropas y zumbaban para luego alejarse, como viles mensajeros. Ellos se aferraron los unos a los otros, pero le habían dado.  Como si lo supieran los pequeños, se aferraron con más fuerza. Sus rodillas cedieron y cayeron juntos al piso. Les envolvió en sus brazos sin separarse ni por un instante.  Podía sentir como las fuerzas abandonaban a las únicas criaturas que le mantenían con vida, incluso sintió sus propias fuerzas menguar también, pero parecía como si el tiempo se hubiera detenido… ya nada serviría, les habian quitado la vida.  Y quiso gritarles, pero no podía, su cuerpo no respondía, lo único que atino a hacer fue apretarles más contra sí mismo mientras esperaba el inminente fin. Se concentró, aunque se le hacía difícil, trató de recriminarle algo a aquel o aquellos entes en lo alto del cielo, que parecían quedarse sentados mientras las almas inocentes sufrían. Pero no, con el calor abandonándolo en el abrazo de la muerte, apretó a las mejores cositas que habia hecho en su vida.


―Los amo―

lunes, 11 de mayo de 2015

Los regentes (Relatos cortos del fin del mundo) #2: Ruinas



    El miedo hacía temblar cada parte de mi cuerpo. La bilis en la boca, que se mesclaba con la tierra y la ceniza, hacia que me ahogara con cada bocanada de aire que tomaba agitadamente, pero aun así tenía que correr. 
   Correr.
   Aquellos enemigos que hacían temblar los restos de la civilización con su avanzar invisible, ahora no tenían piedad de mis pies descalzos, llenos de cortes, o de la ropa toda raída por los escombros.        No. Simplemente destruían todo a su paso, a todos.  Era arrodillarse o morir perseguido como un animal, una lacra ante los ojos de ELLOS.
    Llegaron sin previo aviso, sin darnos tiempo a defendernos, a huir.  Querían dominar y no encontraron resistencia ante el miedo de la humanidad a morir. Solo quedaban unos pocos como yo o como las parias que ahora corrían por las ciudades desbastadas.
    Los regentes, como se hacían llamar por ELLOS, simplemente habían tomado control de cada cosa viva a su alrededor.
     Tambores y bajos parecían sonar de cualquier lado, llenando el espacio en ruinas; era como la canción de mi funeral, llevándose la poca esperanza guardada. Pero aun así corría, con todo tipo de cosas que rasguñaban y se me clavaban en la piel.  De vez en cuando volteaba solo para sentirlos tan cerca, a punto de agarrarme los talones.

Los Regentes (relatos cortos)


Cuando todo comenzó fue de improvisto. No hubo señales, nadie presentía nada  y definitivamente nadie respiraba algo en el aire. Ni siquiera los satélites captaron las variaciones porque ellos aparecieron de la nada, como en un abrir y cerrar de ojos. Fue tan rápido que en menos de 72 horas la humanidad entera se estaba arrodillando ante ellos, no hubo tiempo de preparar un contra ataque ni tampoco teníamos armas para pelear.
 Así de mal y así de trágico.
Yo estaba en casa de mi tía cosechando manzanas del árbol de su jardín. A  finales del verano solo quedaban las últimas frutas y mi abuela quería hacer compota, por lo que  yo había ido a buscar las manzanas al salir de la escuela. Vivíamos en lo que en ese entonces era Lago Puelo una pequeña ciudad en el sur de Argentina, y por ello, aunque todavía faltaba tiempo para el otoño, las hojas de algunos árboles ya tomaban  vivos colores rojos y amarillos. 
Volvía a casa luego de entregar la carga de manzanas cuando el cielo se quedo sin estrellas de repente, como si hubieran puesto una tela negra tapando las luces. Y entonces sucedió, miles de ellos aparecieron en el horizonte con cuerpos humanoides de más de dos metros. En treinta minutos nos tenían a todos en el predio de la rural, a todas las almas en un radio de treinta kilómetros a la redonda.  Las personas estaban frenéticas hablando por sus celulares y llorando porque sabe quién. Yo solo buscaba a mi familia empujando y volteando a personas que estaban tan asustadas que no podían insultarme.  Termine al lado del escenario cuando los encontré. Papá, mamá y mi hermanita Ana.  No gritaban ni  lloraban, solo estaban abrazándose y luego abrazándome a mí.
¿Saben? En todas las ciudades pasaba lo mismo, en todas sin importar lo chiquitas o muy grandes que fueran y lo sabíamos gracias a los que hablaban por celular o a los que no se desconectaban de Facebook móvil. No fue como en las películas en las que la armada estadounidense, obviamente siempre salvando al mundo,  junto al resto de los países formó un contra ataque, ni siquiera nuestro ejército estuvo presente. Simplemente no podíamos hacer nada.
En el predio nos tenían rodeados y aunque algunos habían intentado escapar terminaron desintegrados. Así de fácil, sin rayos láser ni ruidos extraños, solo una pequeña cosita que tenía forma de bala y al instante en que tocaba a un humano, desaparecían sin más y ellos volvían a su estado de inmovilidad.  Ellos. Los comenzamos a llamar ellos. Simplemente nos miraban desde arriba y digo miraban porque no puedo describirlo. Ya dije que median más de dos metros, ya dije que eran humanoides pero no dije que eran de color negro mate y completamente lisos, sin el lugar de los ojos ni nariz ni boca.  Nada y eso era de alguna forma peor. No teníamos un rostro para culpar del horror.
Pasaron tres días en lo que estuvimos todos ahí y extrañamente reinaba un silencio de muerte. Mamá y papá hablaban con el  resto de mi familia entre susurros pero nosotras estábamos más atrás, algo rezagadas. Yo tenía agarrada a Ana de la mano ofreciéndole mi hombro como una incómoda almohada porque, aunque ella es solo un año menor que yo, es un poco más alta. La escuchaba constantemente lanzar plegarias, la escuchaba llorar rogándole a dios que nos ayudara y también escuche la amargura en su voz preguntándose porque. La envidiaba porque yo no podía sentir casi nada, veía todo como desde lejos sin poder horrorizarme. Sin poder rogar ni pedir ayuda.
A las tres de la tarde, eso lo supe porque la señora que estaba al lado mío tenía un reloj, ellos por fin se movieron.  Todos formaron una hilera de sombras gigantes delante de nosotros y abrieron paso  a un gigante de ónix liso que media como siete metros.
No se movió pero todos lo escuchamos, era tanto una voz  como miles a la vez que retumbaba en nuestra cabeza.
 Era el fin.
Estábamos perdidos. 

jueves, 16 de abril de 2015

Prologo

Mil  años antes.
   El rey Khanerius, llamado por su pueblo como "el brillante", estaba desesperado. Miró por la enorme ventana de sus aposentos hacia el mar, sabiendo que aunque ahora lucia tranquilo y hermoso en su extraño color índigo, pronto las cosas cambiarían y se desataría el caos con la llegada de una formidable fuerza enemiga. 
 El prospero reino de Alabasto con su origen tan lejano que parecía haber nacido junto con el tiempo, siempre había sido un lugar de paz y armonía, admirado por sus vecinos y siempre respetado por los poderes del mundo. Hasta hacia unos meses.
  La declaración de guerra había sido un pergamino que había llegado a manos el rey; la hoja firmada con tinta negra que manchaba de sangre la almohada del monarca, sangre que al fin y al cabo, tenía su nacimiento en la cabeza decapitada del campeón del reino.
  Los mejores exploradores no podían volver lo suficientemente rápido para alertar a su señor de las desalentadoras noticias.  Una flota de cientos, decían, de barcos tan grandes como ciudades, de guerreros tan enormes y barbaros que parecen dioses paganos. Navegan rodeados de niebla y ellos... ellos son la maldad pura.
  El rey resopló con fuerza con la cabeza apoyada en los fríos vidrios.  La maldad pura llegaría a su reino dentro de dos semanas y no importaba que tan grande y fuerte fuera el ejercito alaciense, nunca seria suficiente.
  Dejó que su vista paseara hasta la enorme cama vacía, extrañando a su amada esposa Amarine, la joven llena de vida que había muerto al dar a luz. El dolor atenazó su pecho, pues aunque su hija era la luz de sus ojos, su corazón  estaba marchito. Aun podía sentir a su esposa, abrazándole cálidamente y riéndose de él. Khan, querido, si no encuentras una solución, rézale a los dioses, su mirada brillaba como el mar bajo el sol, te ayudaran porque se apenaran de tu inquietud y notaran que tu amor por este reino trasciende fronteras.
  Había rezado aquella noche hacia veinte años y había jurado no volver a hacerlo, pero sin embargo con el peso de la capa en sus hombros le ordenó a un sirviente que preparan su caballo y se negó a que alguien lo acompañara.
  Recorrió el camino con el ruido de los cascos del caballo sobre la grava y el susurro de las ramas que anunciaban la llegada del otoño. Cabalgó por los sinuosos caminos olvidados hasta que encontró los viejos templos.
  Formados por oro y cristales de tantos colores como el arcoíris, hacía mucho tiempo habían brillado como piedras preciosas, verdaderas obras de arte colocadas allí por algún ser divino. Ahora yacían oscuros y corroídos, tristes edificaciones de gloriosos días pasados, cubiertas por la suciedad de los años y enredaderas gigantes.
 Ató el caballo y subió mecánicamente por los escalones de mármol blanco veteado de oro, sintiendo como la capa se arremolinaba a sus pies.
        Cerró los ojos y, aunque era conocido como el brillante o el valiente, en ese momento necesitó el coraje de mil hombres para traspasar el umbral. Su fuerza estaba completamente extinta y el peso de los años tratando de borrar aquel lugar de sus recuerdos le estaba quitando la respiración.
            Lentamente soltó el aire y abrió los ojos.
          Aun con la apariencia de abandono y decrepitud del exterior, el interior del templo estaba perfectamente brillante, como si el tiempo corriera de una manera distinta dentro de aquel lugar. Ni adelante ni hacia atrás, no arriba ni abajo.
          Por un momento no supo qué hacer, hasta que se encontró caminando hacia el altar.  De rodillas, puso sus manos en los escalones superiores y bajó la cabeza, rezando. Rezando aunque en su mente la posible guerra, los problemas del reino, las maquinaciones para que  tome otra esposa y por último el rostro de su adorada hija.
            ―Es una hermosa dama
        La profunda voz parecía venir desde dentro de su cabeza, pero también desde afuera.  Con rapidez desenfundó su espada y se giró, para quedar enfrente de quien quiera que sea.  Para dar crédito al otro hombre ni siquiera se sobresaltó o se movió en donde estaba apoyado, aunque tampoco  podía verle con claridad a causa de las sombras que parecían envolverle.
           ―Tan típico de los hombres. Nunca se preguntan cómo sé lo que están pesando, solo en cuán rápido pueden desenfundar su espada.
          ―¿Quién eres, para interrumpir al...
         ―Esa parte me la sé de memoria y...―mientras hablaba se iba acercando a la luz de las velas, rebelándose―...no tenemos tiempo para eso, su alteza.
        ― ¿Disculpa?―No era más que un crio de veinte y pocos años, sin embargo se movía con lentitud y en silencio.  Le hacía recordar a un...
     ―Gran felino― Dijo el niño-hombre― y solo para que quede claro, soy más viejo de lo que aparento.
     ― ¿Quién eres?― Khanerius sentía como el aire que lo rodeaba cambiaba― ¿Cómo?...
 ―Puedo ayudarle, su alteza... pero necesito algo a cambio.
  ―No sé de qué me habla, joven. Pero le advierto que...
  ―Rezaba por ayuda de los dioses rey, y ahora yo estoy aquí para responder a su pedido.
   Khanerius apretó los dientes con fuerza. Este crio no podía ser...
 ―Pero si lo soy.
  Estaba arto.
 ―¡Eres un prestidigitador de mala muerte, y tus trucos baratos no harán que...
  No pudo terminar su arranque de ira porque de repente se encontraba colgando en el aire con una mano rodeándole la garganta y dejándole sin aire.
 El niño lo había levantado del suelo y no mostraba ningún signo de agotamiento ni de estar realizando una fuerza excesiva, aunque el rey debía de pesar el doble que él. Entonces no había nada que lo sostuviera, porque aunque él seguía en el aire el chico recorría perezosamente el lugar, moviéndose con gracia por entre las estatuas de los grandes dioses.
 ―Ahora podremos hablar. Ambos sabemos que una enorme flota de surevites viene desde el oriente hacia las costas de Alabasto. Ambos sabemos que las tropas no están en condiciones de defender el amplio territorio, ni mucho menos de ganar la batalla―el muchacho lo miraba, y ahora podía distinguir el color de sus ojos que refulgían como zafiros― Ambos sabemos que comandará a su ejército a la derrota y conducirá al reino antiguo a su destrucción. Ahora solo hay una cosa que para es imposible de saber. Usted, ¿Qué sería capaz de ofrecer para salvar a su reino?
  Lentamente el rey sintió como era bajado al suelo, aunque se quedo callado por lo que pareció una eternidad. Miró al niño y simplemente asintió.
 ―Para salvar a mi reino daría cualquier cosa.
 ― ¿Darías la más preciada de tu posesiones? ¿La joya más brillante? ¿La rosa más delicada?― El muchacho quedó en frente suyo―. ¿Darías tu libertad?
  ―Cualquier cosa, si eso aseguraría la prosperidad de mi tierra.
  El muchacho sonrió y a continuación dejó al rey sin palabras.
  ―Te ofrezco un trato, leal rey de Alabasto―. De repente el muchacho parecía tener una luz interior―. Me desharé de la amenaza del reino Suerviet, si tu a cambio me concedes dos posesiones tuyas―. Antes de que  pudiera decir algo el muchacho le interrumpió― La primera, será tu libertad. Te casaras dentro de dos lunas llenas, con una dama con el pelo color del fuego. Y la segunda―. El muchacho miró fijamente al rey― me concederás la mano de tu hija en matrimonio. 
 ―NO.
El muchacho simplemente sonrió.
  ―Lo que haremos será lo siguiente. Me concederás la mano de tu hija, y ella vendrá conmigo, sin embargo si es infeliz al cabo de veinte días, ella será libre de volver.
  ―No.
  ―No lo niegues aun. Tienes dos semanas para pensarlo. Cuando veas los barcos en el horizonte al amanecer, vendrás aquí y me darás tu respuesta.
 Antes de que el rey pudiera decir cualquier cosa. El muchacho había desaparecido dejando el sonido de una tormenta detrás de si.
  Y las dos semanas pasaron.
  El rey veía con cada día que pasaba como su pueblo iba perdiendo la paz. Recibía noticias cada día de  madres que mataban a sus hijos y luego se colgaban. Solo quedaba una semana cuando sus aliados se negaron a pelear junto a él.  Todo se iba cayendo y el no soportaba ver como su gente sufría.
 Y cada noche, el veía a su hija dormir.  Hermosa y serena, aunque ella temía por su padre y por su pueblo. La última noche antes que se cumplieran las dos semanas, le conto a su hija aquella extraña visión.
―¡Padre!― Sus hermosos ojos azules estaban empañados― Padre, debes ir.
―Pero debe ser un engaño.― Dijo él, aunque en el fondo sabia que no.
―Aunque lo sea. Es la única esperanza que nos queda―. Su hija le miró― Debemos aferrarnos padre, y hacer un sacrificio por el pueblo.
  ― ¡No quiero sacrificar a mi hija!― La voz del rey retumbó en el salón.     ―Ser rey nunca encajó con lo que quieres hacer padre. Es algo que tienes que.
 ―Yo... Yo... ―De repente sintió los suaves brazos de su hija alrededor.
  ―Si resulta una mentira, no cambiará el destino que tenemos delante de nosotros... ―Su voz era temblorosa― Pero si no lo es  padre, por amor a los dioses, intententalo.  Por nuestra tierra, por nuestro pueblo, por mi. Porque aunque nuestras tropas puedan vencerles, no quedara nada de nuestro reino por lo que pelear una vez terminada la guerra.
  ―Hija...
  ―Dos vidas, no valen las de un millón. Yo... nunca te perdonaría padre, si no accedes a este trato.
El silencio reino, aunque él sabía que se había quedado sin tiempo.
  ―Volverás. Si esto llega a ser cierto, quiero que pasados los veinte días vuelvas.
 Su hija asintió.
 Antes de que el sol rayara el horizonte, el cabalgó de nuevo hacia los templos, con las siluetas oscuras de mil barcos a sus espaldas.
  Con apuro, llegó al templo cuando el sol comenzaba a iluminar la tierra. Se colocó de rodillas en el altar  y rezó. No se sobresaltó esta vez.
 ―Has vuelto a mí, rey Khanerius.
 ―Lo he hecho. He vuelto con mi respuesta.
 El muchacho de nuevo estaba apoyado en una estatua, y solo escuchaba.
 ―Acepto la propuesta.
  El silencio. Luego la voz del niño sonó poderosa en sus oídos.
 ―Volverás y miraras el horizonte. Cuando tus ojos se posen en los barcos enemigos, estos desaparecerán, como si el mar se los hubiese tragado. Nunca habrá nadie que ose desafiar al reino de Alabasto. Nunca ningún otro reino romperá la prosperidad de tu reino, ni de los reinos que se mantengan en esta tierra.
  <<Te casarás con una mujer de cabellos rojos como el fuego dentro de dos lunas y tu descendencia seguirá reinará estas tierras. Te despedirás de tu hija y al crepúsculo del día de hoy, tú y dos de sicarios la acompañareis aquí. Ella se irá conmigo como mi prometida y si al cabo de veinte días no es feliz, volverá. Sin embargo la promesa de que tu casa deba entregarme una esposa perdurará. Si Tu hija vuelve, cada doscientos años un rey de tu de tu familia me entregará una prometida, en los mismos términos en los que tú me entregaste a tu hija, hasta que una de ellas decida quedarse conmigo.>>
  ―Lo harán.
  Los ojos del muchacho  refulgieron y un trueno sonó a lo lejos.
 ―Que tu  sangre no se atreva a retarme, porque la amenaza en el fondo del mar volverá multiplicada por mil.
 El muchacho se adelanto y tomó la mano del rey tan rápido, que este apenas se percató. Realizo un corte de lado a lado de la palma antes de que el monarca pudiera recuperar la mano que no tardó en sangrar.
  Realizando  el mismo ritual, el muchacho se cortó la palma le ofreció la herida sangrante al rey.
  ―Sellaremos el trato con sangre ―. Y sin más preámbulos juntaron las heridas. Sintiendo la palma arder, el rey separó su mano de la del chico, solo ara observar como esta cicatrizaba ante su ojos.
 ―Nos volveremos a ver al crepúsculo.
  Entonces el templo estaba vacío, y aun alli se podía oír el rugir de los tambores de batalla.      
 Y el rey Khal no podía sacarse  la sensación de que había condenado a su propia sangre. 

miércoles, 15 de abril de 2015

Lazos de sangre







Los Arger lo tienen todo. Como artistas del reino de Alabasto, sus creaciones sin igual son alabadas tanto la corte como en reinos lejanos, siempre presentando un nuevo talento naciente en su familia. Pero no todo lo que brilla es oro, e Isis lo sabe muy bien. Cuando se descubrió que realmente no tenia ningun dote artistico, con solo cinco años, fue expulsada sin miramientos del palacio real y de su familia, relegada a vivir en Haven Falls... completamente sola.
Pero la vida intervinó y una noche, Isis Arger vió iluminado su destino.
Ahora quince años despues, vuelve al palacio del que fue desterrada. Pero no por sus creaciones, no por su inteligencia y definitivamente no por el perdon. Vuelve para  asesinar a un dios. 

Hace cientos de años,  cuando el reinado  de Khal “El brillante” se veía amenazado por las fuerzas de la oscuridad, se hizo una alianza que mantendría la paz en  el reino de Alabasto y aseguraría la victoria en cada batalla venidera.
Ahora, cada cuatrocientos años, Ren regresa al mundo humano en busca de la hija mayor del rey para tomarla como prometida.
Mil años pasaron desde que  el rey Khan entregó a su hija mayor. Mil años  en los que el antiguo dios no ha tomado a ninguna de las jóvenes como su esposa, siempre haciendo que regresen, siempre esperando por la próxima.

Pero son nuevos tiempos en el reino y  las viejas profecias desean ser olvidadas. 

 Solo un momento. Es solo un segundo en el que el chuchillo debe encontrar su corazón. Entonces todo habrá acabado y por fin seré libre.